miércoles, 8 de diciembre de 2010

El Valle de los Caídos: Una Misa Memorable


COLABORACIÓN EXTERNA DE A. MOLERO:

Esta vez no ha sido don Pepone quien me ha llamado. He sido yo quien he pedido audiencia para contar en este honorable despacho una de las experiencias más bonitas de mi corta vida. Allá voy.

A las 7 de la mañana del domingo suena mi despertador, la radio, con las reacciones periodísticas más encarnizadas sobre el caos causado por los controladores aéreos. Poco después, mientras desayuno, decido apagarla: hoy es el día del Señor –pienso- y voy a estar sosegado para practicar la piedad dominical que manda la Iglesia con la debida paz interior, al margen de toda tensión política.
Tras mi aseo y desayuno me dirijo a Majadahonda, donde unos buenos amigos se han prestado a llevarme al Valle de los Caídos para cumplir con el sagrado precepto de oír Misa. Misa, como todos los lectores sabrán, que se desarrolla a la intemperie a causa del cierre gubernamental del Templo. Desde allí, cogiendo la A-6, nos dirigimos a la Santa Basílica, donde entramos sin problemas, tras tener que decirle a un agente de la Benemérita que íbamos a oír Misa. Hasta aquí, todo transcurre según lo esperado. Pero una vez dentro, tras el pitillo de rigor, la madre de mis amigos nos alerta: la organización necesita gente para colaborar en las diversas tareas que requiere la Celebración litúrgica. Ni cortos ni perezosos atravesamos los cordones que separan el altar del pueblo y nos ofrecemos para lo que se necesite.

LA ASCENSIÓN AL CIELO

El Valle de los Caídos amanecía con una considerable capa de nieve, gélidas temperaturas y unas vistas increíbles. Con este panorama, y junto a una de las estufas instaladas por la Comunidad Benedictina, comienza el rezo del Santo Rosario, que precede a la Misa. A mí me toca el segundo misterio glorioso: la Ascensión del Señor a los Cielos. Jesucristo se elevó a las Alturas hace casi dos mil años. Yo, en ese ambiente, sentía estar ya disfrutando de la viva presencia celestial de Nuestro Señor. “Por la libertad y exaltación de la Santa Madre Iglesia en nuestra Patria y en el mundo entero” es la intención por la que, desde el micrófono, ofrezco el Padrenuestro y los diez Avemarías correspondientes. El pueblo, con gran piedad, reza. Y es que, a pesar del cierre, miles de personas, en tan inclementes condiciones meteorológicas, se acercan cada domingo a oír Misa en el Valle de los Caídos. Muchos comulgan de rodillas, a pesar del agua que empapa el suelo. Muchos se confiesan, también de rodillas. Y otros tantos, según manifestó el celebrante, se convierten al sentir la Gracia Divina que impregna la Basílica, tocada por el dedo de Dios desde su construcción.

VOCES ANGÉLICAS, PANIS ANGELICUS

La Misa da comienzo. La procesión de entrada está encabezada por los niños de la Escolanía, con sus capuchas y guantes blancos para tratar de vencer el frío, y seguida por novicios, monjes y resto del clero. Las voces infantiles son voces de ángeles, voces que conmueven a cualquier persona, voces cuyo eco resuena en Cuelgamuros elevándose a lo Alto, glorificando a Dios. Sus cantos gregorianos, en latín, a nadie dejan indiferente. Tuve ocasión de estar junto a estos pueri cantores el domingo y, créanme, no podía sentirme mejor: las sensaciones de quienes gozan ya del Cielo eterno no pueden diferir en mucho de las mías en aquellos momentos.
En el momento de la Comunión acompaño, paraguas en mano, a uno de los sacerdotes a repartir la Sagrada Hostia al pueblo fiel: trabajo más noble no he hecho en mi vida. Custodiar al Señor del agua de lluvia y abrirle paso entre la multitud es un auténtico privilegio. Panis Angelicus, o res mirabillis!, manducat Dominum, pauper, servus et humillis. Pan de los Ángeles, ¡oh cosa admirable! Consume a tu Señor el pobre, siervo y humilde, cantan las voces blancas mientras se reparte la Eucaristía. Cuando a mi sacerdote se le acababan las Formas un grupo de señoras, asustadas, vienen a pedirle que administre la Extremaunción a una dama que acaba de desvanecerse. La cosa queda en un susto, y es que el frío no perdona y causa desmayos en las personas físicamente más débiles. Físicamente débiles, pero con una gran fortaleza espiritual movida por el Espíritu Santo que anima a miles de fieles a vencer la tibieza y la comodidad, a abandonar temporalmente el abrigo de sus hogares y cálidas iglesias madrileñas para participar en una Misa proscrita que se ha de celebrar en lugar desguarnecido por inicuas razones políticas.
Esta tibieza no son capaces de vencerla quienes, en plena y vigorosa juventud, parecen estar inmersos en una ancianidad profunda y decadente: las copas del sábado son sagradas, pero apoyar a una Comunidad religiosa acosada por un Gobierno que la insta a abandonar su Monasterio es cuestión de orden menor. Y es que madrugar un domingo a nadie apetece: a los monjes sí les tiene que apetecer. Mientras dormimos ellos rezan por nosotros, por nuestra Patria y por nuestro futuro. Si ellos se sacrifican, nosotros, jóvenes católicos de hoy, hemos de hacerlo igualmente, de otra forma pero en la misma medida. ¡Despertemos de una vez! No caigamos en un crepúsculo gatopardesco. Y es que a veces los jóvenes católicos de nuestro tiempo me recuerdan a la familia Salina, que tras la unificación italiana, viéndose ya sin los privilegios que antaño disfrutaron, se dedicaron a derrochar la fortuna que amasaron sus antepasados en fiestas sin fin que distraían sus mentes para no pensar en el fin de su clase social. Todo ello mientras traicionaban su esencia a cambio de unos cuantos miles de ducados.

LENGUA QUEMADA, ALMA ARDIENTE

Tras la Misa, la Comunidad Benedictina repartió un caldo a los fieles para hacer entrar a la gente en calor. Caldo reconstituyente que, como dirían las abuelas, resucita a los muertos. Cuatro vasos de tan ardiente brebaje atravesaron mi garganta y quemaron mi lengua, pero mi cuerpo dejó de temblar y volví a sentir que tenía pies. Sí, porque desde que llegué mis extremidades inferiores quedaron congeladas y apenas podía mover los dedos. No sé cómo harán el caldo los monjes, pero a juzgar por sus efectos creo que fue cocinado con agua bendita. Increíble.
En aquél momento vinieron a mi mente imágenes bélicas del pasado siglo, cuando los militares hacían cola ante un puchero en algún descampado a varios grados bajo cero para recibir su ración de alimentos. Una imagen que, por culpa del cierre de un lugar sagrado, se vuelve a repetir de forma paralela en pleno siglo XXI en un país supuestamente civilizado.

Tras los saludos y despedidas correspondientes me fui junto a mis amigos del Valle de los Caídos con la lengua quemada y el alma ardiente, con el firme propósito de oír Misa en Cuelgamuros todos los domingos que pueda, al menos hasta que el poder político decida abrir al culto la Iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. A usted, mi querido lector, le animo a hacer lo mismo. Además de la Sagrada Comunión –si está en disposición de recibirla- y del caldo monacal recibirá una pequeña estampa que se repartió tras la Misa, y que reza: "Atiende, Señor, nuestras súplicas con las que ponemos en tus manos los destinos de España. Preserva en ella la herencia de la fe católica y el respeto, público y privado, a tu santa Ley. Que María, Madre y Reina de España, sea nuestra protectora ante Ti, juntamente con todos nuestros Santos y Mártires. Amén".

1 comentario:

  1. Muy buena tu reflexion me ha situado en ese momento en el que te tomaste el rico caldito xD
    Felicidades de nuevo maestro y como no agradecerte por seguir haciendo un blog tan bueno
    M.H.

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