Fría tarde de noviembre, a cincuenta kilómetros al norte de Madrid. Mi diligencia surca los fríos caminos de la sierra entre una imponente nube de niebla aproximándose hacia Villa Pepone. Al fin llegamos. Tras atravesar la pesada verja metálica que protege los dominios de mi amigo, Bautista, el mayordomo, abre la puerta de mi coche y tiende su mano para ayudarme a bajar las escaleras.
- Don Pepone os espera en su despacho, señor.
La librea del mayordomo, adornada con el escudo de la dinastía Pepone bordado en oro, ondea vigorosamente, cual estandarte en batalla, a causa del viento. El sirviente, con suma diligencia, me acompaña al interior de la mansión. Una vez dentro, toma mi bastón, mis guantes, mi capa y mi sombrero de copa y tras dejarlos en manos de otro de los lacayos me abre las sucesivas puertas del largo pasillo que atraviesa la vivienda.
Al fin llego al Despacho de Pepone. Un gran tapiz con una plaza de toros bordada cubre una de las paredes. El resto del despacho se halla repleto de libros. Sobre la imponente mesa de nogal, un inmenso desorden de papeles coronado por una gran Cruz, la imagen de Nuestra Señora de Fátima y la bandera nacional.
- ¡Querido amigo!, por fin habéis llegado− sonrió Don Pepone, estrechándome su mano vigorosamente− tomad asiento, por favor.
Sobre un cómodo sillón de orejas tapizado en flores de parda tonalidad me asenté, al calor de la chispeante chimenea de somníferos efectos. Bautista nos sirvió dos humeantes cafés.
- ¡Por favor!, café sin puro es como rey sin corona –espetó mi correligionario mientras extendía ante mí una caja de habanos recién traídos de las haciendas que aún conservaba en las proximidades de Guantánamo.
- Lleváis razón, querido Pepone, el puro es la veste del café.
Mientras las cerillas encendían nuestros cigarros comencé mi intervención:
- Pepone, el propósito que trae a nos a vuestros dominios no es otro que el de exponeros los importantes descubrimientos ideológicos y políticos que he hecho en los últimos días.
- ¿Ah sí? Contadme, quizá de ellos se derive la salvación de nuestra amada Patria.
- Dudo que su importancia atraviese tan altas fronteras, pero sin duda contribuirá al esclarecimiento de nuestras mentes.
- Hablad, pues, os escucho.
- Querido amigo, semanas ha que leí en nuestra revista favorita un artículo que hizo a nos reflexionar e investigar sobre el asunto de que la publicación trataba. Ambos, recordad, nos hemos definido siempre como liberales. Y ello entendiendo que éramos tal cosa porque amábamos la libertad que Dios da al ser humano para actuar en su vida. Pero, amigo mío, uno y otro errábamos al concebir como tal tan inicua doctrina.
- Pero, ¿cómo decís…?
- Escuchadme y llegaréis al convencimiento de lo atinado de mis palabras. Durante mucho tiempo los españoles de bien, como vos y como nos, nos hemos autodefinido como liberales a causa de la influencia de quienes se disfrazan de derecha: ellos han imbuido en nuestros cerebros la santidad del Liberalismo y su identificación con el conservadurismo. Nada más lejos de la realidad.
La cara de mi interlocutor era todo un poema. Hallábase perplejo Don Pepone ante mis palabras. ¿Se habrá vuelto revolucionario, rojo y ateo mi amigo?, parecía pensar. Tras terminar mi café de un único sorbo proseguí mi elucidación:
- Los que usan, o usaban, la derecha por máscara, así como sus satélites mediáticos, han escondido la infernal realidad que se esconde tras la doctrina liberal. Y es que, admirado Pepone, han sido precisamente los Pontífices quienes en sucesivas ocasiones han condenado tal doctrina.
- No me habléis sin datos, amigo Antonio, dadme muestras de lo que decís.
- Por supuesto, a ello voy. La primera condena al Liberalismo parte de Gregorio XVI en la Mirari Vos. En la misma línea, en 1864, Pío IX en la Quanta Cura condena el Liberalismo democrático. León XIII, en dos ocasiones (1885 y 1888), en la Inmortale Dei y en la Libertas Praestantissimun condena de nuevo tal doctrina. Estos Santos Padres han condenado la doctrina liberal citándola como tal, pero otros Papas, como Pío XI, sin citarla expresamente, han condenado principios que de ella parten. Leeros, querido amigo, tales encíclicas y comprobaréis la absoluta veracidad de lo que hoy aquí os expongo.
En esos momentos entró al despacho de Don Pepone el Padre Haza, capellán de la casa.
- ¡Querido Padre! ¡Qué alegría volver a veros! –exclamé antes de besarle la mano−.
- Tomad asiento con nosotros, Padre, precisamente estábamos hablando de los antecesores de vuestro Jefe Supremo aquí en la Tierra.
- Constituirá para mí una gran alegría participar en esta sana tertulia en la que dos jóvenes departen sobre religión en lugar de hallarse en oscuras tabernas desagradando a Nuestro Señor, como hacen la mayoría de vuestros coetáneos a día de hoy.
- Reverendo −proseguí−, estaba nos hablando de la iniquidad del Liberalismo, citando encíclicas de los Romanos Pontífices que os haré llegar.
- ¿Y en qué se basan tales encíclicas para reprobar esa doctrina?−preguntó el Padre−.
- Pues esa es la segunda parte de nuestra explanación. El Liberalismo es un sistema que pone la libertad del hombre como valor supremo, apartando todo vínculo sobrenatural de la especie humana. Fija una libertad absoluta, estableciendo un indiferentismo religioso y un laicismo total. La libertad del hombre, por ende, no tiene límites: lo que la mayoría opine y diga es indiscutible, aunque se oponga a los dictados de la Ley de Dios. La única fuente del Derecho es la voluntad del hombre (iuspositivismo versus iusnaturalismo), y no la de Dios, a la cual se la hacen simples concesiones desde el poder político a cambio de la connivencia de la jerarquía eclesiástica. En definitiva, el deísmo masónico se impone a la Palabra revelada. El gran erudito Donoso Cortés afirmó que “el supremo interés de la escuela liberal está en no llegar nunca a negaciones radicales o afirmaciones soberanas; y por esta razón propaga el escepticismo y relativismo total, pensando que un pueblo que oye perpetuamente en boca de los sofistas el pro y el contra de todo, acaba por no saber a qué atenerse y preguntarse a sí mismo si la verdad y el error, lo justo y lo injusto, lo corrupto y lo honrado son sólo una misma cosa mirada desde puntos de vista diferentes, lo que da lugar a una perenne indecisión y abulia…”. Por tanto, todo es relativo, todo vale, siempre y cuando se establezca por mor de procedimientos democráticos.
Mis interlocutores escuchaban con atención. Sin duda, el paso de los siglos había minado las conciencias de la sociedad. Y todos nosotros éramos víctimas de ello. Por desgracia, hasta que no leí el artículo periodístico que me hizo reflexionar sobre mi disertación, jamás había oído hablar de Donoso Cortés. Si tenía noticia de quiénes habían sido Marx, Montesquieu, Rousseau, e incluso conocía las hazañas de Garibaldi y del Conde de Cavour, a la sazón todos ellos extranjeros a diferencia de Cortés.
- ¡Tiene sentido lo que decís! –profirió Pepone−, en verdad es posible que seamos víctimas de una progresiva degeneración de conciencias llevada a cabo por la masonería con el fin de lograr sus objetivos. Superponemos al sufragio universal el devenir de nuestra sociedad, obviando que Cristo es Rey de todo lo creado. Desde que los gobernantes legislan al margen del Señor la incolumidad de su autoridad ha quedado deshecha en cuanto a pureza se refiere. ¡Proclamemos a Cristo como Rey del Universo, como Nuestro Soberano y Señor, defendamos su heredad con uñas y dientes frente a la depravación que detenta el poder del Orbe en los tiempos presentes!
Mi buen amigo, demostrando su agudeza, había comprendido perfectamente el sentido de mis palabras de forma repentina. El Padre, haciendo gala de una colosal prudencia eclesial, guardaba silencio.
- Para completar esta disertación, mis queridos oyentes, os explicaré dos cosas más: cómo se expandió el Liberalismo en Europa y por qué éste es pecado.
- Os escuchamos con atención, proseguid –interrumpió el Padre Haza, rompiendo su mutismo−.
- Pues bien−continué− respecto de la primera de las cuestiones hay que hacer notar, en primer lugar, que el primer gran éxito de la masonería en la Historia fue la victoria que logró en la Revolución Francesa. Como bien sabéis, tras la anarquía desatada por tan luctuoso acontecimiento anticatólico, Napoleón pasó a ostentar todos los poderes de la Nación francesa. Y éste se propuso invadir Europa. Y lo hizo. Por la boca de sus soldados el Liberalismo se expandió por todo el Continente como una peste, como un reguero de pólvora por utilizar un término más marcial, ensuciando las cabezas de los intelectuales e incluso de la plebe. Así, en los lugares pisoteados por tales enemigos de la Fe, iban surgiendo como setas en un año de lluvia logias masónicas, destinadas a asegurar los principios revolucionarios de Libertad, Igualdad y Fraternidad, cual molino aplasta el trigo convirtiéndolo en harina. No obstante, los gobernantes cristianos aun eran fuertes y derrotaron a Napoleón (quien era, por cierto, el máximo exponente de conceder a la Iglesia una libertad condicionada a que ésta aceptara una política pactista y sumisa). Así, los príncipes cristianos se reúnen en el Congreso de Viena en 1820 y restauran en Europa el orden perdido, devolviendo a cada nación sus fronteras naturales y su religión. Pero la masonería, cual plaga perniciosa, habíase establecido ya en todo el territorio continental, y a pesar de los esfuerzos de los monarcas, fue imposible hacer permanecer este orden por mucho más tiempo. En particular recordad el alzamiento de Riego, militar masón, en Cabezas de San Juan, exigiendo la vuelta de la Constitución liberal de 1812: la masonería sabía que en aquél tiempo el poder lo tenían los ejércitos, y en ellos se infiltró.
Miré mi reloj de bolsillo: ya era tarde.
- Queridos amigos, otro día, si Don Pepone invita a nos de nuevo a su Despacho, os explicaré por qué el liberalismo es pecado. Ahora se ha hecho tarde.
Don Pepone hizo sonar la campanilla que tenía sobre su mesa y presto vino el mayordomo, quien me ayudó a cubrirme con mis prendas de abrigo e hizo llamar a mi chófer.
Desde el balconcillo del Despacho, el Padre Haza y Don Pepone agitaban sus pañuelos en señal de despedida. El látigo impactaba sobre los lomos de los caballos, que veloces avanzaban por un camino nebuloso preguntándose dónde acabarían. Los animales, una vez más, se preguntaban cosas semejantes a las de los hombres sabios.
Con dos cojones, un par de caballeros hechos y derechos.
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