La inmensa mayoría de las personas-por no decir todos-incurrimos en el mismo error, el cual versa sobre tildar a los enfermos de “desgraciados” o atribuirles calificativos de pareja índole. Un segmento más radicalizado-que no pequeño- somete a debate e incluso trata de perpetrar la práctica de la eutanasia, rigiéndose por la consigna nazi “vidas indignas de ser vividas”. Unos más y otros menos, pero, de un modo u otro, ensalzamos nuestro modus vivendi por encima del suyo. ¿Esto a que se debe? A que vivimos sedados por una embriaguez de corte materialista, ensordecidos por un mundanal ruido donde la realización personal tiene su germen en la utilidad productiva (cara al trabajo y al consumo) y donde, además, las raíces de la misma encuentran su huerto en un hedonismo circunscrito a los lemas de “disfrutar”,”pasarlo bien”, ”amasar y dilapidar fortunas” o “suministrarse dosis ingentes de fútbol, Play-Station y copas en Pachá”. En síntesis, una sociedad que te adjudica la etiqueta de “pobrecito” si no resultas útil y/o tus circunstancias te impiden divertirte, siendo el valor de tu tiempo deudor de tu usufructo (uso y disfrute).
Sin embargo, a la par que me rodeaba de aquellas gentes, la homilía de un sacerdote caló en lo más hondo de mi ser, desvelándose en mi razón y entendimiento una evidencia a la que jamás había llegado. Se resume en que los afortunados son ellos, puesto que su sentido del dolor es más cercano al que padeció Jesucristo. Por consiguiente, nuestras facilidades, al ser mal empleadas y mercenarias del egoísmo y del pecado, se erigen en obstáculos que dificultan nuestro rumbo hacia la meta, resultando, a la postre, desdichados los privilegiados. Y como culminación de su intervención, apostilló que el tenderles una mano amiga se asemeja a tender un puente hacia una reciprocidad e intercambio, hermanándonos en ese dolor cristiano que tanto ansiamos. ¿Acaso existen apostolados tan sublimes? Pocos generan tantos frutos en la viña del Señor.
Aparte del magistral discurso de aquel Ministro del Altísimo, agregué lo que la fe, la experiencia y la razón, allí en Lourdes, me brindaban.
En primer lugar, cómo-aparte de trasladarnos su dolor con la gallarda serenidad de un santo-practicaban sus oraciones con una devoción más regia que unas cordilleras glaciales de la Antártida y Alaska ensambladas en íntima pangea. Esto fue así hasta el extremo de que, en múltiples y variopintas ocasiones, su modo de dirigirse a Cristo y a María trazaron, sobre el semblante de más de un posadolescente, una curvada sonrisa, amén de arrancar alguna que otra lágrima del bello iris femenino. Entre la marabunta, hubo una actuación que me despertó un entusiasmo superlativo. Una vez recorrido el trayecto que comprende el hospital en el que se hospedaban y las aguas de Lourdes, tres maromos de nacionalidad francesa sumergieron mi cuerpo y el de mi acompañante en un gélido caudal, de esos que repelen el calor a toda costa. El enfermo se adentró sin rechistar, tendiendo los brazos hacia la imagen de la Virgen a la par que gritaba su nombre, mientras yo fijaba el centro de mis preocupaciones en el frío y me imaginaba cómo narrarles a mis amigos el ficticio apuro que estaba pasando por hallarme en manos, y cuasi desnudo, de un trío de francesitos ataviados con polos azul turquesa. Valga la redundancia, formularé el siguiente interrogante: ¿Acaso existen apostolados tan sublimes? Pocos generan tantos frutos en la viña del Señor.
En segundo lugar, me gustaría anotar que practiques el credo que practiques y seas lo perezoso que seas, allí nadie se muestra reacio a la virtud de las virtudes: La caridad. Yo mismo fui testigo de cómo personas movidas por sus padres y sin intención de acudir se volcaban con idéntica entrega e ilusión que aquellos que fueron de forma voluntaria. Se trata de una experiencia tan impactante que, una vez en Lourdes, una mano invisible te empuja a dedicar el tiempo a los enfermos. ¿Acaso existen apostolados tan sublimes? Pocos generan tantos frutos en la viña del Señor.
En tercer lugar y sin intención de excluir la caridad en otros lares, poner sobre el tapete que la solidaridad en Lourdes brilla por practicarse en un sitio milagroso, donde crece como la espuma la probalidad de ser colmado de bendiciones. A esto anexémosle la siguiente reflexión: ¿Cómo, basándonos en las leyes de la química, el agua de Lourdes conserva intacta su pureza cuando se bañan al día más de una centena de personas? Es una prueba en vivo y en directo de que los milagros existen, cosa que puede alentar a su visita y yendo más allá, dar motivos para creer a ateos, agnósticos y dubitativos.
A modo de conclusión, sería de mala educación cerrar el telón sin hacer mención de honor a personalidades como Manuel Travesedo o Francisco Arróspide (entre otros tantos) por esa fidelidad incansable-materializada en más de cuarenta peregrinaciones-que les caracteriza.
Publicado en la revista Numen: http://www.numendigital.com/index.php?articulo=447&nocaching=4501202
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