Los hay que se llevan las manos a la cabeza, sacudidos por el escándalo, al ver innumerables personas que no van a Misa los domingos emocionados en las Procesiones de la Semana Santa de Sevilla. Y para colmo, sin la indumentaria adecuada, de traje y corbata. Pues bien, a mí, pese a que me genere tristeza no apreciar mayor rectitud y devoción a lo largo del año en estas gentes, y pese a que no me apasione verlas en vaqueros cuando el cánon de vestimenta es de corte formal y respetuoso, no me causa lamento ni turbación encontrármelas aclamando a Jesucristo y a la Virgen María en la plaza pública, sino todo lo contrario, por cinco razones que, a continuación, voy a aducir.
La primera, porque el hecho de ver a tibios, dubitativos y descreídos emocionándose hasta el último átomo de su cuerpo al contemplar a Cristo y a la Virgen María, es algo que fortalece mi Fe hasta límites que no conocen órbita. Ser testigo de cómo, además, muchos de estos tibios, dubitativos y descreídos se preparan durante todo el año para este momento e incluso, se hacen costaleros, penitentes o nazarenos de una hermandad, dedicando entre ocho y doce horas seguidas de su tiempo a secundar un paso como ofrenda al Señor y a María, es una cosa que sólo me explico con la existencia de Dios y la influencia de su mano todopoderosa. En resumen, ver a un pasota, agnóstico o ateo entregándose al Señor con inigualable desprendimiento me lleva a creer, todavía más, en que el Altísimo existe y en que la Religión Católica es la verdadera, porque si logra conmover de esta manera a quienes no creen, es porque hay alguien sobrenatural detrás removiendo sus almas y conciencias. Es la única explicación que le encuentro.
La segunda, porque, aunque me gustase más ver a todos esos tibios, dubitativos y descreídos acudiendo a Misa los domingos y cumpliendo las leyes de Dios con rectitud y obediencia, prefiero encontrármelos henchidos de alborozo en las Procesiones de Semana Santa que arrellanados en el sofá de su casa consumiendo telebasura con un palillo entre los dientes. Es mejor ver a una oveja descarriada visitando de pascuas a ramos el redil que huyendo todavía más del mismo.
La tercera, porque cuanto más se acerquen esas ovejas descarriadas al Pastor, más cerca estarán de Él y mayor ruido hará Dios en sus corazones al tener su voz más pegada al oído de sus almas.
La cuarta, porque ya manifestó Cristo que prefiere que salgamos en búsqueda de una oveja descarriada a que cultivemos nuestra camaradería con las noventa y nueve restantes que están en el redil, y las Procesiones de Semana Santa constituyen un momento de aproximamiento de las ovejas descarriadas a Dios y a la Virgen.
La quinta, porque no es una actitud cristiana el mirar con desprecio, desdén o displicencia a esos tibios, dubitativos y descreídos que no visten con exquisito rigor en las Procesiones de Semana Santa y que asisten a la misma sin ir a Misa los domingos durante el resto del año. Este comportamiento es propio de los fariseos, a quienes Jesucristo reprendió por reducir la religión a cuidar las apariencias, a conservar la exquisitez en las formas, a predicar el estricto cumplimento de la Ley y a apuntar con el dedo acusador a los demás. Lo que distingue al recto u ortodoxo del puritano o fariseo es que sabe hallar el equilibrio de cumplir las normas sin reducir la moral un código, y que es capaz de ser leal a Dios y a los Diez Mandamientos sin juzgar ni despreciar a las ovejas descarriadas y sin cerrarles la verja del redil con su rigidez, falta de sensibilidad y antipatía.
Tras esta explicación, querría resumir las diferencias entre el tibio, el puritano o fariseo y el recto u ortodoxo. El tibio es el pasota que de vez en cuando asiste a un evento o ceremonia religiosa. El puritano o fariseo es el cumplidor que aparenta más perfección de la que realmente posee y que juzga con una severidad implacable los pecados ajenos. El recto u ortodoxo es el modelo de cristiano, ya que cumple porque ama, y no al revés, puesto que es humilde y no alardea de una superioridad moral y espiritual, y porque vive con rectitud sin llamarse a escándalo ni despreciar a los demás por su condición de pecadores, entre los cuales, también, reconoce encontrarse.
Como colofón final, expreso el júbilo y la alegría que me reportan las Procesiones de Semana Santa con las siguientes palabras: la Virgen María se apodera de las calles de Sevilla. El pueblo pecador contempla su regia e inmaculada efigie hormigueante de emoción. Cascadas de lágrimas brotan de los ojos de quienes la contemplan en un éxtasis de delectación. Los rostros avinagrados y desangelados recuperan su refulgente alegría. Las masas quedan pasmadas ante su paso reinante y lento caminar, para, más tarde, estallar en un sinfín de vítores y aplausos. Semejante recogimiento, devoción y pleitesía sólo son explicables bajo el palio de la Providencia y la poderosa inercia de la Fe. Algunos dicen que se debe a la fuerza de la tradición y parte tiene de cierto, pero la tradición carecería de un magnetismo tan irresistible si no estuviese impregnada de la Santa e infinita Divinidad. Algunas malas lenguas tratan de desbaratar el milagro de que se llene de tanta gente ilusionada equiparando esta festividad a aglomeraciones del pelaje de una macrofiesta, de un concierto o de un mundial de fútbol, pero la diferencia es que mientras estas últimas fiestas rebosan de personas movidas por el entretenimiento y el alcohol, la Semana Santa se inunda para hacer algo tan sacrificado y aburrido como rendir culto al de Arriba, bien, secundando un paso durante más de diez horas, o bien, agolpándose con gigantescas muchedumbres para deshacerse ante la presencia del Altísimo.
Como colofón final, expreso el júbilo y la alegría que me reportan las Procesiones de Semana Santa con las siguientes palabras: la Virgen María se apodera de las calles de Sevilla. El pueblo pecador contempla su regia e inmaculada efigie hormigueante de emoción. Cascadas de lágrimas brotan de los ojos de quienes la contemplan en un éxtasis de delectación. Los rostros avinagrados y desangelados recuperan su refulgente alegría. Las masas quedan pasmadas ante su paso reinante y lento caminar, para, más tarde, estallar en un sinfín de vítores y aplausos. Semejante recogimiento, devoción y pleitesía sólo son explicables bajo el palio de la Providencia y la poderosa inercia de la Fe. Algunos dicen que se debe a la fuerza de la tradición y parte tiene de cierto, pero la tradición carecería de un magnetismo tan irresistible si no estuviese impregnada de la Santa e infinita Divinidad. Algunas malas lenguas tratan de desbaratar el milagro de que se llene de tanta gente ilusionada equiparando esta festividad a aglomeraciones del pelaje de una macrofiesta, de un concierto o de un mundial de fútbol, pero la diferencia es que mientras estas últimas fiestas rebosan de personas movidas por el entretenimiento y el alcohol, la Semana Santa se inunda para hacer algo tan sacrificado y aburrido como rendir culto al de Arriba, bien, secundando un paso durante más de diez horas, o bien, agolpándose con gigantescas muchedumbres para deshacerse ante la presencia del Altísimo.
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ResponderEliminarMuy buena reflexión. Sea como sea y lo que en fondo mueva a cada persona a estar en las procesiones solo Dios lo sabe y conoce la debilidad humana, así que El se vale de todo para acercar al que se aleja.
Gracias y Felicitaciones a España por esas Procesiones que son Patrimonio Cultural y una expresión muy grande de Devoción.
Dios proteja a esa gran Nación que nos trajo a América la Fe 🙏🏽