miércoles, 2 de mayo de 2012

El arte de pecar con elegancia



Los hay que consideran farisaico ocultar el desliz, atizarle brochazos de barniz hasta relegarlo al ámbito de lo privado. Fariseo sería, si acaso, el chupacirios de ficción, ese que, con una mano, pone velas al diablo y con la otra, saca su retrato de Santa Teresa a subasta, o el que tapa con arena sus tropiezos cara a con quien tiene un serio compromiso. Pero, menos en estos casos, lo considero un acto de prudencia e incluso, positivo, siempre que se atengan a las razones que, a continuación, voy a aducir.

De muy antiguo, desde que fueron creadas las aves del cielo y el barro tomó forma humana, los pecados de la carne siempre constituyeron flaquezas y el hombre nunca dejó de verse flanqueado por las mismas. Para honra de pocos y desgracia de muchos, la sodomía y el adulterio no se las debemos a Zapatero. Para disgusto propio, cargamos con una deuda de mayor cuantía y es que la pérdida de la vergüenza sí es un mérito a arrogarle.

Antes del nuevo milenio, también, se cometían esta clase de traspiés, pero los culpables actuaban con disimulo, con el sigilo de quienes, en algún tiempo, educaron su sentido del pudor, de aquellos que, aunque errasen, aún les quedaba una dignidad que cuidar. Ya da igual que te vean. No existe el honor. La elegancia de conservar la estética nacional, la higiene pública, la sensibilidad visual de no ver sus plazas untadas de lodo, de contemplar belleza y verlo todo limpio y ordenado mientras el pecado queda proscrito al terreno de las confidencias es lo que se está perdiendo.

Así pues, lo que, en antaño, constituía un crimen social, lo que era castigado por su ojo crítico, en hogaño, al haber sido normalizado a fuerza de ley, se ha convertido en una costumbre popular. Y si los males dejan de ser vergüenzas, más serán los sinvergüenzas.

Ayer, se ofendía a Dios, pero con sentimiento de culpa. Hoy, la ofensa consiste en echarle de este mundo.

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