Dicen que lo breve y bueno es dos
veces bueno. Por mi parte, estoy seguro de que seré conciso e intentaré, dentro
de mis limitaciones intelectivas, opinar, con el mejor tino posible, sobre los
seis errores que los españoles y los occidentales cometemos de cara a la
barbarie terrorista.
En primer lugar, el terrorismo es
uno de los mayores males del mundo. Pero hay uno peor: Acostumbrarse a él. La
estupefacción que nos generaron los atentados de París no es la misma que la de
los de Bruselas, ni que la de estos últimos de Londres. La repetición de un
hecho reduce la carga sentimental que éste nos produce. Por eso, muchos
psicólogos recomiendan a sus pacientes reproducir numerosas veces, en su mente,
un acontecimiento y una palabra que les genere angustia, para que, a golpe de
repetición, los citados dejen de sentir la misma amargura que al principio.
En segundo término, uno de los
peligros del terrorismo es el del egoísmo por razones de proximidad. Nos genera
mayor preocupación aquello que nos coge más cerca. Por ello, los españoles no
volveremos a llorar hasta que los indeseables perpetren una masacre dentro de
nuestras fronteras. Y esto explica que nos den prácticamente igual las
carnicerías producidas a extramuros de Occidente.
Nuestro tercer error frente al
terrorismo es el del retorno a lo políticamente correcto. Al instante y pocos
días después de tener lugar un atentado terrorista, la mayoría es partidaria de
establecer una seguridad con alerta número cinco, de aprobar la cadena perpetua
y de sacar al ejército de los cuarteles para defender la calle, pero
transcurrido ese escaso tiempo de indignación, cualquiera de esas medidas es
calificada de facciosa.
La cuarta equivocación que
tenemos frente al terrorismo es la de la caridad mal entendida. Muchos se
echaron encima de Arturo Pérez Reverte cuando, en su artículo Los godos del emperador Valente, señaló
que los inmigrantes godos que acabaron con el Imperio Romano, entraron en
Europa, empujados por el avance de las tropas de Atila, con la misma mentalidad
y problemas muy parecidos al de los refugiados actuales. Ellos, también, vinieron
aquí a causa del hambre y de numerosos maltratos, para, después, asesinar al
emperador Valente, vapulear a su ejército y destronar, noventa y ocho años más
tarde, a Rómulo Augústulo, último detentador del poder imperial.
La quinta venda que nos tenemos
que quitar de los ojos es la de subestimar al islam. Bien es cierto que la
mayoría de los musulmanes son pacíficos y gente maravillosa, solidaria a rabiar
y de la que deberíamos aprender muchas cosas, pero no es menos cierto que el
Corán tiene 40 versículos que se refieren a la lucha armada, tal y como publicó
ABC en su artículo ¿Es el islam una
religión de paz por su propio nombre?.
En sexto y último lugar, Juan
Manuel de Prada insistió en la necesidad de que Occidente se mantenga en la Fe
católica para no sufrir una invasión y lo hizo con estas palabras: “Una
civilización es un conjunto de creencias y tradiciones compartidas que conforman
una comunidad. De ahí que todas las civilizaciones hayan sido fundadas por
religiones; y de ahí también que, cuando las religiones que las fundaron se
debilitan, las civilizaciones se desintegren”. En este sentido, Will Durant
manifestó que “una gran civilización no es conquistada desde fuera hasta que no
se ha destruido a sí misma desde dentro”. La caída del Imperio Romano pone de
manifiesto las teorías esgrimidas por estos dos intelectuales, ya que se
desmoronó por su falta de ascetismo, su relativismo moral y su correlativa
relajación en las costumbres, y la Reconquista les da la razón, porque se llevó
a término gracias a la conciencia de identidad cristiana y al encomiable,
majestuoso y ejemplar avance de aquel monarca santo conocido como Fernando III.
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